Gobierno Municipal de Caborca

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jueves, 17 de marzo de 2011

Caborca, una ciudad que se sabe única

Foto: Ana Johnson

Estamos en Pueblo Viejo. El templo de la Purísima Concepción de Nuestra Señora de Caborca se yergue a un lado del lecho del río Asunción, seco, como todo lo que nos rodea. El desierto impone su tiranía. El desierto con su belleza enigmática, su belleza sin par. Estamos en Pueblo Viejo, en un privilegio de azotea, la de la iglesia fundada por los franciscanos en 1787.
Desde ahí arriba, el municipio de Caborca se extiende irregular sobre la arena. Al atardecer, el sol derramará sus últimos destellos sobre los techos y pintará los cerros de ocre.
Restaurado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el respeto a los materiales originales es tal que podemos oler en el aire los aromas de antaño.
Antes de que los franciscanos tomaran las riendas de la misión fundada por Eusebio Francisco Kino en 1692, al gran amigo de éste, el otro misionero de la Alta Pimería, el jesuita Francisco Javier Saeta, al cargo de la misión asentada originalmente en Cerro Prieto.
Después vendría la expulsión de los jesuitas y la llegada de los franciscanos. Éstos decidieron dejar el templo original por los riesgos de crecidas e inundaciones, y reinstalaron la iglesia ahí, en Pueblo Viejo, en el corazón de la actual Caborca, a un lado de la antigua  acequia grande que se ha convertido en una de las arterías principales, la 6 de abril.
Un templo varias veces mutilado por ataques militares e inundaciones del río Asunción, que la última vez que arremetió contra la iglesia logró llevarse un ala entera. Este templo todavía conserva los agujeros de bala en su fachada.

Eran 300 filibusteros encabezados por Henry A. Crabb. No filibusteros tipo pirata o corsario, no. Esos, en 1857 no existían. En ese entonces, en Estados Unidos existía una práctica bastante común. Un grupo de personas se agrupaba en una especie de milicia y recorría la frontera entre Estados Unidos y México en busca de tierras que colonizar.
Llegaron del norte hasta Caborca. La población se refugió en el templo. Los filibusteros se hicieron fuertes en una casona ubicada a un centenar de metros propiedad de un tal Ramón Bojórquez. Durante una semana intercambiaron flechas y plomo. Francisco Javier, indio pápago que trabajaba como criado en esa misma casona, atinó a prender en llamas el granero con la séptima flecha incendiaria. Se acabó la invasión.
Además del hecho histórico, está la leyenda de la aparición de la Purísima Concepción en el momento en que uno de los invasores quiso prender un barril de dinamita a las puertas del templo, y cómo la dama de blanco apagó la mecha. 
Después, el “Loco” Valenzuela, el cronista de la ciudad, descubrió que Francisco Javier no era el verdadero nombre del héroe de Caborca, sino  un Luis Nuñes inmortalizado en una placa ubicada en el lugar donde estaba el improvisado cuartel de los invasores.
Pero Caborca es más que el imponente templo que dejamos atrás a medida que nos adentramos por lo que era la acequia grande.
Es un cementerio con unas singularísimas tumbas cúbicas, desnudas, sin decoración. Nada más un remate que bordea la parte superior diferencia la de los hombre con la de las mujeres. Un cerco separa estos mausoleos de absoluta austeridad de las todavía más austeras tumbas de los pápagos, dispuestas hacia el nacimiento del sol, según creencia.
Caborca también es la casa donde nació y creció Abigael Bohórquez, el poeta de poetas en Sonora, orgullo de las letras regionales, asombroso versificador.
Av. Obregón y calle G.
La casa es un prodigio de construcción endémica. El techo está construido de tazol y pitahaya, soportado en vigas de pino.
En una de las recámaras hay un viejo escritorio con una vieja máquina de escribir. Una pipa y un ejemplar primero de Heredad.
Un ejemplar que tiene correcciones de puño y letra del poeta. En el poema Día franco, un verso está tachado y sustituido por este otro: “A las dos horas de nadie en la noche de México”.
Por lo mismo, Caborca también es una Casa de la Cultura en cuyo tragaluz, el maestro Nereo de la Peña, pintó hace casi tres décadas un mural en el que se sintetiza la fascinante historia de una ciudad que se sabe única. 
     

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